24 octubre 2008

Andrés "El Grande"

Escudriñando archivos perdidos en mi PC me encontré con uno de esos tontos escritos juveniles, creado el año 2003, llamado "Andrés el Grande". Tanta vigencia tiene, que me atrevo a compartirlo en este blog, para que perdure...

Cuando entré a Kinder, lo hice a un colegio municipalizado, de esos bien precarios donde cada curso supera los 50 alumnos y en cada recreo reparten leche con chocolate y galletas. Allí estuve hasta cuarto básico, momento en el cual mis padres decidieron aprovechar una oportunidad de la vida y pasarme a un colegio particular donde los Kreutzberger, Solís de Ovando y Cooper eran mayoría.

Pero el traspaso, debo reconocerlo fue traumático, ya que de un día para otro los compañeros pasaron de "ensuciar la chaleca con shocolate" a "dañar el Parker que me regaló papá". Mi trauma, en todo caso no iba por el lenguaje, sino por la distancia entre una persona como yo que representaba uno de los últimos vestigios de la clase media, con personas representantes de la elite nacional. ¿Vieron Machuca? Bueno, algo similar, con la salvedad que el protagonista de esta historia se llama Andrés, uno que había sido compañero en el anterior colegio y que llegó tres meses después al curso.

Para ese entonces yo ya estaba ambientado, sabía algunas frases en inglés y quizá por el apellido fui aceptado inmediatamente por mis compañeros. Pero en el caso de Andrés (que dicho sea de paso es sólo un nombre ficticio para proteger la identidad del verdadero) todo fue muy distinto, ya que tanto físicamente como en otros aspectos del ser humano, él era lo que mis compañeros llamaban "chulo", "rasca" y "ordinario". Por causas antes descritas yo era su único amigo, pero aún así cedí mil veces a la tentación de molestarlo con los mismos sobrenombres que le habían inventado mis amigos, tales como "labios de poto" o "negro malaria".

Y así transcurrió toda mi escolaridad y la de Andrés, jugando a ser amigos siempre y cuando el resto de mis compañeros no me presionaran para sumarme a la indiferencia. Por suerte él era tan grande como persona que nunca mostró rencor, muy por el contrario, trató de entender mi debilidad y cada vez más pudo tomarse una que otra revancha. Bien merecidas, por lo demás...

Al egresar del colegio yo ingresé inmediatamente a la universidad y él a un instituto. Tras dos años de conversar esporádicamente por teléfono, supe que las dos personas con que vivía y que lo habían criado desde pequeño habían muerto, dejándolo literalmente "solo por la vida". Los años siguientes nos acercaron bastante, pero siempre con realidades muy diferentes: mientras él buscaba trabajo yo ya tenía el mío; mientras él se enamoraba de alguien que no lo tomaba en cuenta yo pasaba de polola en polola; mientras él soñaba con pagar sus deudas yo ya tenía mi primer celular.

Internamente siempre valoré a Andrés. Sabía que era una persona mucho más íntegra que muchos con los que me relacionaba, que todo le era difícil pero aún así era capaz de sonreír y seguir adelante, que me consideraba su amigo aún cuando en varias oportunidades quedamos de juntarnos y nunca llegué. Me avergüenza todo esto, pero contarlo acá es en cierto modo un mea culpa, una herida, una cuanta pendiente que hace unos días pude saldar.

Atribulado con preocupaciones salí a caminar y me topé con su departamento, el mismo de toda una vida y única herencia que jamás estuvo dispuesto a dilapidar pese a las necesidades vividas. Toqué el timbre. El propio Andrés me abrió la puerta y, con sincera alegría, me abrazó y me sentó en la misma mesa donde años atrás hacíamos juntos las tareas. Junto a una cerveza me contó que trabajaba "por poco sueldo pero seguro", que pensaba "estudiar el próximo año" y que sabía perfectamente de la existencia de DiarioPyme y, por ende, de mi realización profesional.

Pero lo que más me sorprendió fue cuando me contó que se casaba. "Llevo cuatro años con ella, estamos enamorados y nos vamos a casar la próxima semana. Tienes que ir". Cuando bien avanzada la noche nos despedimos, celebré que la vida por fin se cuadrara de parte de Andrés y que él me diese el privilegio de estar presente en su matrimonio. Admiro a este guerrero, a este luchador incansable que no sólo evitó bajar los brazos ante los problemas, pues además me enseñó que a pesar de todo la felicidad puede estar a la vuelta de la esquina. El secreto es no claudicar.