Hace unas semanas, de
visita por Valparaíso, visité a un viejo amigo de esos que te
contagian con su energía y capacidad. Pero me topé con su sombra:
días atrás lo habían echado de su trabajo por culpa de Twitter
¿Qué error tuvo que cometer para que esto sucediera? Olvidar su
celular en una cafetería.
La historia es la
siguiente: Franco –nombre evidentemente falso pero que al menos
sirve para recordar uno de sus principales atributos como persona--,
abrió hace dos años una cuenta en Twitter y poco a poco fue
descubriendo el potencial de esta red social del pajarito celeste con
actitud inocente.
“Saliendo de reunión
y con contrato firmado. TOMA jefe! Pague la comisión no+”, “otra
vez no salió el pago. Qué pasa con los derechos del trabajador?”,
“mis hijos en casa y yo aquí trabajando hasta tarde.
#NoMeExploteJefe”, son algunas de las frases de menos de 140
caracteres que aún reposan en su Trending Line, dando cuenta del
mismo uso que le damos miles de personas en todo el mundo a esta
herramienta: decir lo que pensamos y, en particular, lo que nos
desagrada
Jamás lo pensó como
una forma de dañar. Más bien era un juego, un grito al vacío para
ver si alguien lo escuchaba, lo respondía o lo replicaba. Y así
era. Sus seguidores pasaron de 7 amigos el primer mes a los 391 que
hoy luce con orgullo. “Vamos por esos 400 followers. Me dan una
mano? Please RT”, aparece en el último de sus tuits. En verdad
hay más. Muchos más. Pero ese es el último que él escribió.
Ese viernes en la
tarde, en vísperas del 18 de septiembre, partió después del
trabajo con algunos colegas a celebrar junto a un vaso de chicha y
algunas empanadas. Ya cerca de la medianoche, los tres comensales que
quedaban decidieron terminar la noche en un local donde cantaron y
bailaron hasta el amanecer.
Al día siguiente su
celular no estaba. Fue a los lugares donde estuvo y nada. Pidió el
corte del servicio y ya el jueves 20 contaba con nuevo equipo.
Configuró su mail. Configuró su Facebook. Pero no pudo con Twitter.
La clave no funcionaba. El lunes, de vuelta al trabajo, su jefe lo
esperaba. “¿Así que soy un ladrón?”, lo encaró.
Franco no entendió
nada. Su jefe le mostró la cuenta de Twitter que él reconoció como
suya y 3 tuits con frases de alto calibre acusándolo de ladrón,
coludido y mafioso. Mi amigo le explicó la pérdida del equipo esa
misma noche y la posibilidad cierta de que quién lo encontró pudo
acceder a su cuenta y escribir esos mensajes, pero no lo convenció.
Y lo despidieron.
“Qué injusticia”,
le dije. Ya de vuelta a Santiago miré con recelo el pajarraco
celeste de mi celular. Puse atención y vi que mi cuenta no tiene un
candado ni ninguna señal que asegure la autenticidad de que yo soy
yo. Al aterrizar podía olvidar mi celular y cualquier inescrupuloso
podría escribir lo que quisiera en mi cuenta y publicarlo.
Lo de Franco ya es
historia. Ya lo echaron de su trabajo injustamente. Y con esta
columna espero que no vuelva a ocurrir . Que la Ley chilena se
preocupe de legislar para discriminar entre el poseedor de una cuenta
y quien sube los 140 caracteres, para que proteja a trabajadores,
emprendedores, estudiantes y a todos los chilenos de esta injusticia.
Por cierto, acabo de
quitar Twitter de mi celular. Uno nunca sabe...
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