El lunes de esta semana (hoy es viernes), mientras hacía clases, sonó mi celular.
-- Leo!!!
-- Si, ¿quién?
-- Hola, la Fran
-- ...
-- ...
-- ¡Fran! ¡Hola! ¡Qué sorpresa!
-- Me encontré con Rodrigo. Quedamos de juntarnos... ¿Te sumas?
-- ¿Cuándo? ¿Dónde?
Así fue como se gestó un almuerzo con dos personajes del pasado: Fran y Rodrigo. Ella, compañera de varios viajes a lo largo de Chile a principios de los noventa. El, partner de todas las tonteras que uno hace entre la "edad del pavo" y la adolescencia.
Apenas nos sentamos las historias y los recuerdos iban y venían. Supe de los éxitos y fracasos matrimoniales de cada uno, de la vocación de ambos por sus hijos y de los éxitos laborales que han conseguido. Me alegré de verlos bien, de que a pesar del tiempo (quizá diez años sin conversar tanto con la Fran y otros cuatro sin salir a tomerme una cerveza con Rodrigo), la forma de ser de cada uno se mantenía intacta.
Tras la despedida, ya de vuelta en mi oficina y frente al notebook, me atrevo a reflexionar un poco sobre las distancias temporales. O sea, del "verse" después de tanto tiempo.
Cuando tenía 10 años, y hasta los 14, fui todos los veranos a Antofagasta a casa de mi hermana. Allá conocí más de cien amigos y amigas, tuve varias pololas, viví las primeras borracheras en la playa y recibí los primeros combos en la plaza. Fueron cuatro años en los que apenas terminaban las clases tomaba el avión al norte y no volvía a Santiago hasta el mismo lunes de marzo que volvía a entrar al colegio. Así fue el 1 de marzo del 86, con la diferencia que desde aquella vez nunca más volví a Antofa.
Siempre me pregunto "¿Cómo sería volver?" Parte de mí me dice que es mejor así, que ya nada es igual, que los amigos de aquellos años ya no están, cambiaron, no se acuerdan... La otra parte me mantiene inqueto ante la posibilidad de buscarlos, de juntarnos, tal como lo hicimos hoy con la Fran y con Rodrigo.
Quizá mañana doble la esquina y aparezca el Pelao, la Claudia Mora, el Lucho, la Roxana, el "pitula", la Sonia o el "flaco" Oscar. Mientras, me quedo con la tranquilidad de saber que el mejor indicador de una vida plena e íntegra es la inexistencia de miedos ante la posibilidad de enfrentar a las personas del ayer.