Haciendo orden en mi departamento me encontré con lo que me pareció "muchos" libros. No tenían cabida en el espacio inicial en que se ubicaron hace quince meses (cuando llegué a ese lugar a vivir) y poco a poco fueron invadiendo el velador, el living, el armario y hasta encontré uno en el balcón.
En dos horas los revisé y ordené por tamaño, de los más pequeños y delgados a los más gordos y grandes. Bucay, Kundera, Puzzo y Cervantes se hacían espacio entre revistas de turismo, de novios, libros de algunos ene ene que llegaron por casualidad (y curiosidad) a mi vida, y una importante cantidad de recopilaciones de autores nacionales.
Por ahí escuché que la vida es un libro abierto, que la realidad supera la ficción y que leer es una forma de comunicarse con los demás. Todas frases que ahora descansaban frente a mi, vestidas de hojas amarillentas o como Best Sellers. Habían esperado por mí ya mucho tiempo.
Mientras preparaba un café me encontré sobre el comedor con mi notebook. Frío, negro, sin vida y lleno de cables. Como si se tratara de una escena de Tarantino, estábamos frente a frente los libros, el notebook y yo (no hubo espacio para el televisor ni el equipo). El silencio era total y hasta la luna pareció apurarse para no perderse detalle del desenlace de este momento. ¿La tinta o los bits? Mi decisión demoró, pero una vez tomada actué sin vacilaciones.
Demoré cuarenta minutos antes de terminar de ordenar los más de 40 títulos los dediqué a limpiar cada tapa (de esas que invitan a juzgar lo que hay dentro), a parchar las rasgaduras y estirar los dobleces que marcan la huella de mi lectura, y a curiosear entre las hojas...
Fue en ese último ejercicio donde encontré fotos del recuerdo y cartas de personas tan ajenas a mi vida actual. También otros tesoros, como boletos de micro y tapas de yoghourt que invitaban a encontrar las tres partes para ganarse... ¡Una radio-reloj!
Tras el orden, mi notebook revivió. Parecía saber que los próximos minutos, horas y días sería él el objeto de mi atención. Los libros descansaban oscuros en una nueva morada de mi repisa, pero él no, estaba presto a hacer sonar sus mil sonidos apenas lo encendiera. Hasta me pareció escuchar un atisbo de alegría contenida que emanaba de sus sucias teclas.
Pero calculó mal. No lo prendí. Por el contrario, lo guardé en el maletín que sólo había servido para llevarlo de la tienda a mi casa. Sólo lo vine a encender hoy lunes, en el trabajo y para escribir sobre mis libros. Y en breve segundos más lo apagaré hasta mañana y se quedará sólo en mi escritorio, mientras un texto de Coloane (el que estaba en el balcón) me llevará muy al sur de Chile, justo antes de conciliar el sueño...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario