Cuando tenía 15 años, mi colegio hizo un intercambio deportivo con una escuela de Mendoza, Argentina. Junto a un grupo de 30 compañeros llegamos a esa ciudad sin saber siquiera dónde o con quién nos quedaríamos, ya que supuestamente un argentino iba a recibir en su casa a uno de nosotros.
Tras más de dos horas de incertidumbre, pusieron a todos los shilenitos a un lado y de frente, a los trasandinos, para que cada uno de éstos escogiera al azar al partner para ese fin de semana. Ayudados por un profe de ellos, un petizo rubio con cara de Droopy me estiró la mano en señal de saludo y me dijo: "vamos, te quedás conmigo".
Luego de media hora en trolebus, breves presentaciones y una descripción de lo que cada cual hacía, llegué a la casa de Flavio, mi nuevo amigo argentino. "Este es mi papá", me dijo señalando un caballero alto y de contextura gruesa. "Este es mi vieja", me dijo mientras me presentaba una señora bajita y sonriente. "Y esta es mi hermana, Natalia", dijo finalmente, presentándome una rubiecita de lentes que ese mismo día cumplía años.
Rápidamente me fui a conocer "mi pieza", me di una ducha reponedora y partimos a dar algunas vueltas al centro de Mendoza, donde a cada cuadra nos encontrábamos con compañeros que, al igual que yo, deambulaban tímidos siguiendo a su contraparte argentina.
Detalles más, detalles menos (como el resultado del partido, las vivencias de otros compañeros y más), al final del viaje me despedí de Flavio con un apretón de manos y con la promesa de recibirlo en mi casa cuando ellos viajaran a Chile.
Casi un año después, mi amigo "ché" llegó a Santiago. Lo llevé a conocer el Centro, los Cobres de Vitacura, el Cerro San Cristóbal y algunos locales nocturnos propios de la época. Pero dos días fueron pocos ante una amistad que tomaba fuerza.
Para no alargar esta historia, puedo contar que tras algunas cartas (en las que incluía intercambio de palabras con Natalia), Flavio decidió venirse dos semanas a Santiago, las que se transformaron en más de un mes. Al año siguiente vino de nuevo con un amigo y al siguiente pasó a saludar unos días después de su pasada por La Serena.
Fue en diciembre de 1999 que decidí viajar a Mendoza por primera vez desde el intercambio escolar inicial, y desde aquella vez hemos repetido viajes para allá y para acá al menos una vez por año.
En el tiempo, Flavio dejó de ser mi amigo y se ha trasformado en mi hermano. Su padre me recuerda al mío (y cada vez que lo digo me emociono) y su madre me llena de cariño cada vez que conversamos. ¡Para qué decir Natalia! La hermanita menor que ya es toda una mujer y que guarda secretos inconfesables a este lado de la Cordillera.
Siento que allá tengo una segunda familia, un regalo del destino que tanto Flavio como yo hemos protegido, alimentado y cuidado, creciendo, carreteando y hueviando juntos, haciendo de la distancia geográfica la excusa perfecta para aprovechar al máximo las horas de largas conversaciones sobre las mujeres, la vida, las mujeres, los sueños personales, las mujeres, el destino, las mujeres y... ¡las mujeres!
Conozco sus novias y él mis pololas. Sé de sus frustraciones y éxitos, tanto como él conoce mis miedos y mis logros. A veces (muchísimas, a decir verdad) no sé cómo expresarle mi respeto, mi amistad incondicional y mi preocupación por todo lo que le pasa... pero siempre me las arreglo para estar ahí cuando se necesita. Y de su parte siento lo mismo.
En un mundo cada vez más frío y material, resguardo con cuidado la amistad con Flavio. Pocas cosas me importan más que su bienestar y el de mi familia argentina, pues en ellos encuentro ese oxígeno que la contaminación del diario vivir se esmera en liquidar.
Dicen que conocidos hay muchos pero que los amigos se cuentan con los dedos de una mano.
Para mí, Flavio ya tiene ganado, por lo menos, el dedo meñique.